05 noviembre 2020

Naftalina

 Lo ponzoñoso de las horas que transcurren anquilosadas entre los azulejos de un baño, es que nunca sabes cuándo pueden supurar entre las rayuelas que quedan dibujadas después de una noche de sexo desenfrenado, aderezado por el etilismo de las cervezas y ese whisky que se esconde en el fondo de los armarios; y también una lista terminable de drogas diversas que mejor no mencionaremos aquí.

Pero a pesar de lo negro de esos instantes, siempre ansié poder rozar mis yemas contra la estrechez de esas paredes marcadas con sangre de hace dos días, pues el olor a asesinato pasado siempre excita hasta a un muerto. Aunque, claro, los que son más frescos siempre influyen más a la hora de decidirse por el mejor desayuno.

Cabe destacar que siempre he tenido una tendencia enfermiza a rizarme las pestañas con naftalina caducada, y pintarme las puntas de los pelos del bigote con defecaciones animales todas las mañanas. Aunque aquella no ose tocar el neceser del maquillaje diurno, y para el nocturno ya iba con retraso. Era más cómodo, como todo el mundo sabe, mantenerse sentado en aquel retrete atascado que rebosaba un líquido viscoso e inodoro. Desde ese punto la perspectiva era más grandilocuente y menos ensordecedora.

Creo que aun tardé como media semana en darme cuenta de la situación, pero como siempre he ido con retraso, nunca le di la más mínima importancia a aquel insulso detalle: que mi cuerpo estaba yermo e hinchado en la esquina superior del baño.


Iván G.

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